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Autodefensas en Michoacán (foto publicada en Excélsior)

30 de marzo de 2014

Juego limpio

Hoy, día del clásico Guadalajara-América, la pasión puede desbordar los ánimos.
Lamentablemente, no estoy tratando de ensayar mi debut en el género de la crónica deportiva. La tensión a la que me refiero no es la propia de un partido habitual de la liga mexicana ni uno con tanta tradición como el que se llevará a cabo la tarde del domingo en la capital tapatía.
Me refiero a los hechos de violencia ocurridos el sábado 22 de marzo en las gradas del Estadio Jalisco, en el que varios aficionados con playera de las Chivas agredieron a policías durante la celebración de otro clásico de arraigo jalisciense, el del llamado Rebaño Sagrado contra los rojinegros del Atlas.
Más allá de las consecuencias directas de la trifulca —la clausura del estadio y la detención de los presuntos agresores—, es necesario determinar si detrás de esta agresión existen causas profundas y no dejar que el debate se circunscriba a una circunstancia meramente deportiva.
La violencia en los estadios no es nueva ni exclusiva de México. Son de sobra conocidos los casos de los hooligansingleses y las barras bravas argentinas, cuya brutalidad ha llegado a causar incluso muertes. Una primera explicación sería decir que las porras mexicanas actúan por mímesis, y tiene sentido tratándose de un deporte global, en el que por igual pueden importarse desde Europa y Sudamérica los estilos festivos para animar a los equipos —las olas y los cánticos— que las formas poco civilizadas de dirimir las diferencias entre aficionados.
Pero de igual forma no podemos desligar estas conductas del contexto mexicano, en el que las manifestaciones violentas por parte de jóvenes se han vuelto constantes e incluso ya nos preparamos para ellas. Un ejemplo son las marchas para conmemorar la matanza del 2 de octubre de 1968: durante muchos años fueron concentraciones pacíficas que reunieron a los participantes en aquellos hechos con las nuevas generaciones de estudiantes. Pero de unos años a la fecha se han convertido en pretexto para que grupos de vándalos —algunos autoidentificados como “anarquistas” y con el rostro oculto— causen destrozos en edificios y saqueen comercios, con la tranquilidad de que no se les detendrá, y si se les detiene, no se les castigará ni se les obligará a resarcir los perjuicios cometidos. En varias de estas manifestaciones, los policías y granaderos han sido objeto de agresiones que, al quedar impunes, lesionan irremediablemente la autoridad de los agentes. No nos extrañe entonces que los vándalos de los estadios se sientan envalentonados para atacar a los guardianes del orden. 
El paralelismo entre ambas violencias es que se da en contextos de alta polarización, una por posiciones políticas encontradas y otra intrínseca que se da por la rivalidad entre adeptos de equipos rivales. Pero en ambos escenarios esta oposición de contrarios se ejerce en un valor entendido, el de privilegiar la convivencia pacífica y la discusión ordenada, y no convertir la discrepancia en agresión. Lo que en el deporte se llama juego limpio, en la política se llama civilidad.
En cualquiera de los dos casos la agresión física es inadmisible. La que se da en el ámbito político amerita un análisis aparte. Centrándonos en la más reciente, la del futbol; es imperativo alejar cualquier atisbo de envilecimiento de un espectáculo que representa parte del sano y necesario esparcimiento para una sociedad.
Puede gustarnos o no el futbol como deporte y en su manejo profesional tiene aspectos cuestionables. Pero su arraigo entre la población de todas las clases sociales es innegable. Con el paso de los años ha roto la barrera del género y cada vez más mujeres gustan del balompié. Aun cuando fue eliminada, la selección femenil sub-17 tuvo una actuación más que digna en el mundial de Costa Rica. Es triste que su desempeño haya sido opacado por el escándalo de las porras.
Hay familias que asisten a los estadios para divertirse en su tiempo libre y debe garantizarse que ejerzan este derecho con tranquilidad. Por lo mismo, preocupa que en el futbol profesional el espectáculo no esté en la cancha, sino en la tribuna. Y qué bueno que la tribuna de la Cámara de Diputados haya tomado cartas en el asunto para aprobar la creación del delito de violencia en eventos deportivos, con castigos para quien la perpetre hasta por cuatro años y medio de cárcel y multas de 20 a 90 días de salario mínimo.
Independientemente de las posibles inconsistencias que puedan encontrarse a las nuevas disposiciones, es saludable que los legisladores hayan tenido la suficiente responsabilidad social para atajar radicalmente las explosiones de violencia que, además, pueden tener orígenes más profundos, derivados de fisuras en el tejido social, producto a su vez de problemáticas relacionadas con la educación, la economía y la falta de oportunidades. Sacar la tarjeta roja a tiempo no resuelve lo esencial, pero es un buen paso para que impere el juego limpio.

Publicado en Excélsior el domingo 30 de marzo




Fabiola Guarneros Saavedra-Juego limpio

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