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Autodefensas en Michoacán (foto publicada en Excélsior)

22 de junio de 2014

Furia

Estampas que de sólo recordar causan indignación. Las imágenes de la golpiza infligida al niño Owen se reproducen en cada nueva noticia que se conoce sobre este horrendo caso de maltrato infantil en el Estado de México. Desgraciadamente, es muy probable que éste no sea el único pequeño víctima de un abuso similar, y el que haya adquirido esta notoriedad y la atención inmediata por parte de las autoridades sólo puede explicarse por la creciente (y en este caso bastante saludable) influencia de las redes sociales.
En julio próximo cumpliré cinco años de que abrí mi cuenta de Twitter. Mucho tiempo, si se considera que muchos nos unimos con cierto escepticismo, pensando que ésta sería otra moda pasajera más popularizada en Estados Unidos y otros países que nos llevan la delantera en cuanto al uso de nuevas tecnologías, y que acá suelen ser más bien excusa para el snobismo.
Lo cierto es que tanto este canal como Facebook arraigaron en México y facilitaron a millones de personas ser parte de una comunidad amplia, plural y diversa, mucho más allá de quienes forman parte de su convivencia directa habitual. Llámense amigos, seguidores, contactos o como se desee, ya poco importa si entre ellos han cruzado una palabra de frente o simplemente intercambian letritas en la pantalla: para todo efecto práctico, ya una buena parte de nuestra vida social transcurre en estos espacios, al grado de que muchas personas estén más atentos a la conversación que fluye en sus teléfonos celulares que a la que ocurre frente a sus narices en una sobremesa o mientras se degusta un café.
Esta columna se llama Mensaje Directo y en algún sentido alude a la propia dinámica que las redes impusieron al oficio periodístico, aceitada por una sociedad que no se conforma con ser simple consumidora de información sino que también la genera para incidir en un cambio que le beneficie.
Y no pensemos solamente en este tipo de efectos trascendentales. Un ejemplo curioso es la cultura del meme, una variedad de chistes que las mayoría de las veces surgen anónimamente gracias a aplicaciones tecnológicas que permiten elaborar y compartir montajes gráficos en los que la sátira y la ironía corren prácticamente sin límites. Los caricaturistas de los periódicos ya no detentan el monopolio de la ridiculización de los asuntos públicos (si es que alguna vez lo tuvieron) y más vale acostumbrarse a que este tipo de humor llegó para quedarse.
Y es justo el humor lo que hizo a muchos de nosotros incorporarnos entusiastamente a esta comunidad. Por las redes sociales he conocido a muchas personas valiosas que en otra época jamás hubiera contactado y cuya mirada agradezco en cuanto ha enriquecido la mía. Y si bien he participado en debates apasionados, siempre prevaleció en esos encuentros el respeto a la visión diferente y la importancia de convivir.
Por ello, me preocupa que una buena parte de la comunidad digital que conocí y otra que se fue incorporando al paso de los años se ha ido alejando de Twitter y Facebook debido a que paulatinamente ha sido copada por una dinámica más densa, en la que es imposible convivir a menos que se piense que todo lo que ocurre está mal y que hay que estar en contra de todo para merecer respeto y no ser víctima debullying y trolleo.
No me refiero, desde luego, a la denuncia y exhibición de conductas inapropiadas (las ladies y los gentlemen, por ejemplo), que fungen como un mecanismo de control social para que los propios ciudadanos —y no sólo las autoridades— moderen su conducta; ni me refiero al activismo que expresa su oposición a las autoridades y personajes públicos a golpe de hashtags (etiquetas), cada vez menos de manera creativa y sí incurriendo con mayor frecuencia en el lenguaje soez y vulgar.
Me refiero a un ambiente general que he percibido de frustración y mal humor que, si bien puede tener causas sociales reales (la falta de solución a problemas acuciantes en materia política, económica, social y de seguridad), también es resultado de una libertad de expresión que en las plataformas digitales se utiliza para agredir impunemente.
Muchas personas que son incapaces de confrontar a sus semejantes de frente encuentran en las redes el escudo para poder lanzar invectivas crueles, como si ello les granjeara popularidad. La agresión suele lanzarse contra quienes no comparten las visiones maniqueas que culpan de todo mal a los gobiernos y consideran a los ciudadanos como puros e inmaculados.
Y muchos, que en otras épocas llamaron la atención por su ingenio, ahora se sienten obligados a cuestionar cuanto asunto genere tendencia. Desde luego, tiene que ser para criticar, objetar, rechazar, descalificar, censurar y cualquier otro verbo con connotación negativa que no deje duda de su vocación opositora, pero que lamentablemente no viene acompañada de propuesta o sugerencia alternativa.
¿Por qué tanto enojo? Ojalá (y esto es sólo un buen deseo) la furia que veo circulando en la red se circunscriba sólo a la denuncia de los casos de abuso que deben unirnos para evitar que ocurra uno más, y no se extienda a otros ámbitos donde pueden perfectamente reinar la armonía y el buen humor junto con el debate constructivo. En síntesis, desterrar la frialdad para recuperar lo cool.
Publicada el 1 de junio en Excélsior

Fabiola Guarneros Saavedra - Furia

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